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que el sol se oculta borda vestidos
ajenos y es poco lo que recibe por
su trabajo –se le quebró la voz–.
Deseo ayudarla regalándole el
rubí de mi espada, ¡pero no puedo
moverme! Estoy preso entre esta
cubierta de oro.
La golondrina meditó un rato.
Debía alcanzar a la parvada y
ya se había demorado más de la
cuenta. Pero la tristeza del Príncipe
la conmovió.
–Te acompañaré por un día más y
te ayudaré a entregar esa piedra
roja. Pero es necesario unirme
pronto a mis hermanas –mientras
decía esto, picoteaba el rubí para
tratar de arrancarlo. No fue una
tarea fácil, pero cuando logró
zafarlo voló directamente hasta la
ventana que le indicó el Príncipe.
Cansada y débil, la bordadora se
había quedado dormida sobre la
mesa. La golondrina dejó el rubí
dentro del costurero y luego se
acercó a la cama del niño, quien
se movía inquieto por la fiebre. Lo
abanicó con las alas hasta que se
durmió. Después, regresó a los pies
de la estatua a descansar.
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A la mañana siguiente, la
golondrina se zambulló en las
frescas aguas del río y de allí voló
hasta lo alto del campanario de la
iglesia, donde el sol se encargó de
secar sus hermosas plumas.
Ya limpia y descansada, dio un
paseo por toda la ciudad, se
alimentó con cuanta semilla y miga
encontró y al atardecer volvió
junto a la estatua.
–¡Qué bueno que regresaste!
–exclamó el Príncipe–. Es
maravilloso estar acompañado.
Me gustaría que te quedaras otra
noche más.
La golondrina imaginó a sus
hermanas volando felices hacia
su destino. ¿Pensarían en ella? Tal
vez ni se dieron cuenta de que se
rezagó. La estatua interrumpió sus
ensoñaciones para contarle sobre
un joven escritor que vivía al otro
lado de la ciudad. Debía concluir
una obra de teatro, pero el hambre
y el frío lo habían debilitado tanto
que le resultaba imposible escribir.
–Saca uno de mis ojos –le pidió
a la golondrina–. Si él vende el







































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