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El Príncipe Feliz
En un lejano país, un grupo de
artesanos decidió levantar, en
la parte más alta de su ciudad,
una estatua de su gobernante,
el Príncipe. Todos los habitantes
aportaron dinero, pues querían
que la escultura estuviera cubierta
de oro; le colocaron dos zafiros en
lugar de ojos y un enorme rubí en
la empuñadura de la espada. Así
fue como, en poco tiempo, la figura
ubicada sobre un alto pedestal
mostraba su esplendor.
Unas semanas después, una
golondrina se posó en los pies de
la estatua para descansar. Aunque
había volado durante muchos días
con sus hermanas rumbo a Egipto,
el frío y el cansancio hicieron que se
fuera alejando cada vez más de la
bandada, y ahora debía reponerse
antes de reanudar el viaje. Se
cubrió la cabeza con las alas y se
disponía a dormir cuando…
“¿Qué es esto? El sol aún brilla,
no hay nubarrones en el cielo y,
¿está lloviendo?”, pensó al sentir
el golpe de una gota en la cabeza.
Cuando abrió sus alas para volar
hasta otro lugar, una segunda
gota le cayó. Intrigada, levantó
la mirada y vio cómo gruesas
lágrimas rodaban por las mejillas
de la estatua. Entonces, voló hasta
el rostro dorado.
–¿Quién eres? –le preguntó
–Me llaman el Príncipe Feliz
–contestó la estatua.
–Y si eres feliz… ¿por qué estás
llorando?
–Porque me han situado tan alto
que nada de lo que pasa en mi
ciudad me es ajeno. Aunque antes
fui humano, nunca conocí las
lágrimas. En mi palacio no entraba
el dolor y todo lo que me rodeaba
era hermoso. Pero ahora ya estoy
muerto, mi corazón es de plomo
y desde acá veo, día y noche, las
miserias de los habitantes. Por eso
no ceso de llorar… Lamento haber
mojado tus plumas.
–No te preocupes por eso. Y, ¿a
quién veías cuando empezaste a
llorar? –preguntó la golondrina.
–¡Oh! Allá lejos divisé a una pobre
mujer. Su hijito está enfermo y no
tiene nada para ofrecerle. Hasta
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