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miraban extrañados a Karen, pero ella no
podía dejar de bailar; le resultaba imposible
manejar sus pies que no dejaban de moverse.
Pasaron los días y Karen seguía
bailando y bailando sin parar.
Sentía que sus fuerzas disminuían
con el paso de las horas, y no la
abandonaba el arrepentimiento por
no haber obedecido a su protectora
y haber sido tan ingrata con ella.
–¡No aguanto más! –gimió de
pronto Karen, desesperada–. ¡Tengo
que quitarme estas zapatillas!
Por más que lo intentó varias
veces, no logró zafar los pies de
esos locos zapatos. Entonces, bailando
llegó a un pueblo cercano donde vivía
un hombre muy famoso, tanto por su
habilidad para desprender cualquier cosa
pegada al cuerpo, como por su maldad.
Cuando llegó, sin dejar de bailar y
sollozando, le suplicó desde la puerta:
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