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El castillo de hielo
Había una vez un reino
muy frío, construido
sobre nieve, en el
que había un castillo
que estaba hecho de
hielo. Era un lugar tan
frío que ni siquiera el
fuego que utilizaban
sus habitantes para
calentarse lograba
derretirlo. La causa
estaba en la frialdad
del corazón de los
que allí vivían: todos
tenían corazones de
hielo. Especialmente el
rey, que era déspota y
consentido.
Pero tal era el frío que
salía de los corazones
de aquella gente que
llegó un día en que
el fuego del castillo
finalmente se apagó.
Aquello era una
tragedia. No había
luz por la noche, ni
lugar para cocinar los
alimentos. Necesitaban
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el fuego para vivir.
El rey mandó a un joven
soldado que saliera
a buscar fuego para
alimentar la chimenea
del castillo.
–¡Y no vuelvas sin él!–
le dijo.
El joven salió hacia la
aldea con una lámpara
y unas velas apagadas
en busca de alguien
que le diera un poco
de fuego. Se detuvo
ante la primera casa
que encontró, llamó a
la puerta:
–¡Abrid! ¡El rey exige
fuego para alimentar
su chimenea!– gritó
el joven con tono
impertinente.
Pero nadie le abrió
la puerta, así que
el soldado siguió
caminando. Encontró
una segunda casa y
volvió a llamar:
–¡El rey necesita fuego
para alimentar su
castillo!
Esperó un largo rato
en la puerta, muerto
de frío y sin recibir
respuesta alguna.
Finalmente un hombre
abrió la puerta con
cierto recelo:
–El rey nunca se
preocupa por su
pueblo, ¿por qué
habríamos de ayudarle
ahora?
Y cerró la puerta en las
narices del soldado.
El joven continuó
caminando pensando
en las palabras de
aquel hombre. Al fin
y al cabo tenía razón.
Era normal que nadie
quisiera ayudar al rey.
Pero él tenía que volver
al castillo con el fuego.