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“Solo a fuerza de favores se conquista a los espíritus mezquinos; a los corazones generosos se les gana
con el afecto”. Jenofonte
Un sabio sostén
Los afectos son un soporte funda-
mental en la vida de cualquier ser
humano, en la medida en que con-
tribuyen no solo a prestarle ayuda
material, como puede ser el caso de
la mujer de la casa haciendo la co-
mida o las compras para el resto del
grupo familiar, sino que actúan de
sostén psicológico y emocional, tan-
to en los momentos ingratos como
en los dichosos.
Nadie duda de la enorme ayuda
que nos proporcionan quienes nos
quieren cuando, al atravesar mo-
mentos desgraciados, nos escuchan,
nos consuelan, nos alientan y —con
frecuencia— nos señalan el camino
de salida. Pero cualquiera sabe que
toda buena noticia o logro nos im-
pulsa, antes que nada, a compar-
tirlos, a disfrutarlos con aquellos a
quienes queremos. Ningún éxito tie-
ne el mismo sabor si debemos pala-
dearlo en soledad.
Sin embargo, como decíamos al
comienzo, cultivar los afectos re-
quiere trabajo, dedicación y un pe-
queño esfuerzo.
Llevar o recoger a los niños de
la escuela podría producirnos cier-
ta contrariedad porque nos obliga
a invertir un tiempo que teníamos
destinado a otro fin; pero no existe
inversión más rentable que esa. Los
afectos solo se alimentan y crecen
cuando somos capaces de dedicar-
les tiempo y cuidados.
El deporte, que tanto hemos
utilizado como ejemplo, también
aquí ofrece un caso paradigmático.
Cuando es mala la relación grupal
que existe en un equipo de futbol,
basquetbol o cualquier otro deporte
que no se juegue en solitario, los re-
sultados inexorablemente habrán de
reflejarlo.
Un equipo compuesto por estre-
llas en el que cada una juega para
sí, olvidándose de los otros, jamás
alcanzará el éxito. Por el contrario,
un plantel menos dotado técnica-
mente, pero unido por una gran
corriente afectiva, logrará triunfos
impensados.
Para recordar
Esta es una simple y vieja historia.
Un padre y su pequeño hijo volvían
de una excursión a las montañas. Se
habían retrasado admirando los al-
tos picos y caía ya la tarde. La luz del
sol era más tenue entonces, por lo
que se hacía difícil descender por los
senderos pedregosos. De repente, el
hijo resbaló y se rasgó una pierna en
el filo de una roca.
—¡Ay! —exclamó por el susto y
el dolor. Y, para su sorpresa, desde
algún lugar de las montañas le llegó
otra voz diciendo:
—¡Ay!
El niño miró a su padre, pero este
solo le tendió la mano para ayudar-
lo a levantarse, sin pronunciar una
palabra.
Los afectos: tiempo bien invertido
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