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EJERCICIOS
carnaval de olores, gustos y amores, en el que los vivos y los muertos conviven, se tocan en la
remembranza.
El Día de Muertos, como culto popular, es un acto que lo mismo nos lleva al recogimiento
que a la oración o a la fiesta; sobre todo esta última en la que la muerte y los muertos deam-
bulan y hacen sentir su presencia cálida entre los vivos. Con nuestros muertos también llega
su majestad la Muerte; llega a la Tierra y convive con los mexicanos y con las muchas culturas
indígenas que hay en la República. Su majestad la Muerte, es tan simple, tan llana y tan eté-
rea que sus huesos y su sonrisa están en nuestro regazo, altar y galería.
Hoy también vemos que el país y su gente se visten de muchos colores para venerar la muer-
te: el amarillo de la flor de cempasúchil, el blanco del alhelí, el rojo de la flor afelpada llama-
da pata de león... Es el reflejo del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana, que
se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía de la muerte y de los muertos.
Hay que decir que nuestras celebraciones tienen arraigo y recorren los caminos del campo y
la ciudad. El estado de Oaxaca, con sus miles de indígenas, es ejemplo claro del culto, gustos
culinarios, frutas y sahumerios; los muertos regresan a casa.
Hay que considerar que la celebración de Día de Muertos, sobre todo, es una fiesta a la me-
moria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso y este tiempo es primor-
dial y de memoria colectiva. El ritual de las ánimas es un acto que privilegia el recuerdo sobre
el olvido.
La ofrenda que se presenta los días uno y dos de noviembre constituye un homenaje a un
visitante distinguido, el pueblo cree sinceramente que el difunto a quien se dedica habrá de
venir de ultratumba a disfrutarla. Se compone, entre otras cosas, del
típico pan de muerto, calabaza en dulce y platillos tradicionales mexica-
nos que en vida fueron de la preferencia del difunto. Se emplean tam-
bién ornatos como las flores, papel picado, velas amarillas, calaveras de
azúcar y los sahumadores en los que se quema el copal.
Entre los antiguos pueblos nahuas, después de la muerte, el alma viaja-
ba a otros lugares para seguir viviendo. Por ello es que los enterramien-
tos se hacían a veces con las herramientas y vasijas que los difuntos utili-
zaban en vida, y, según su posición social y política, se les enterraba con
sus acompañantes, que podían ser una o varias personas, incluso perros.
El más allá para estas culturas, era trascender de la vida para estar en el
espacio divinizado, en el que habitaban los dioses.
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