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no lo había hecho
feliz. Su padre había
tenido frío, su mamá
se había entristecido
con su actitud y él no
se sentía nada bien.
Evidentemente, tener
lo que uno desea a
cualquier precio no
era la felicidad.
En su camino conoció
gente pobre que
aun con muchas
necesidades era
feliz y otros que,
aparentemente, lo
tenían todo, menos
la felicidad. Aunque
también encontró
personas ricas y
felices. El tema
de la felicidad era
realmente confuso.
Conoció gente
realmente bella que
no era feliz y gente
fea que sonreía
felizmente todo el
tiempo, no faltaron
tampoco personas
bellas y felices, y
los feos y tristes.
Evidentemente, la
felicidad no dependía
del dinero, ni de la
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belleza, ni siquiera de
la compañía, pues en
su camino se había
encontrado con gente
que elegía la soledad
y así era feliz.
¿Entonces? ¿De qué se
trataba la felicidad?
¿Qué era ser feliz?
¿Cómo encontraría la
respuesta?
Creyendo que no
había tenido suerte
volvió a su hogar
y, al regresar, lo
invadió una sensación
hermosa que, por otro
lado, era la misma
que sentía cada vez
que estaba en su
casa, con su familia y
sus cosas.
Olió aroma a pan
recién horneado
por su mamá, vio
el sol brillando por
la ventana, acarició
a su perrito y en
ese momento se
dio cuenta que la
respuesta estaba en él
y solo en él. Entendió
que cada uno es feliz
a su modo y que no
hay una receta que
nos diga cómo y de
qué manera seremos
felices. Lo que puede
hacer feliz a uno, no
necesariamente hace
feliz al otro.
Comprendió todo: la
felicidad puede tener
aroma a pan recién
horneado, puede
tocarse si se acaricia
a un ser amado, brilla
si nos gusta el sol
que se asoma por la
ventana. Está en el
lugar que nosotros le
demos y no hace falta
seguir un camino
como quien quiere
llegar a otro pueblo,
porque el camino está
dentro de nosotros
mismos.
Nico dejó su mochila,
abrazó a su mamá y
se sentó a disfrutar de
esa felicidad que ya
no lo desvelaba, que
había tomado forma,
color, aroma y que
además estaba en un
lugar determinado: ni
más ni menos que en
su corazón.