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Fue recibido con gran
pompa y lujo.
–No entiendo nada–
dijo el rey a su
asistente. –¿Por qué
me reciben así? Soy
treinta años más
joven que su rey que,
además, no goza de
buena salud. ¿Me
estarán queriendo
hacer halagos porque
saben que seré su
nuevo rey?
El rey vecino salió al
encuentro y le dijo:
–Oh, amigo, qué gran
alegría tenerte aquí.
Desde hoy nuestros
dos reinos pasarán a
ser solo uno. Un solo
reino, más grande,
más próspero y más
poderoso. Cuánto
me alegro de que
hayas aceptado mi
ofrecimiento. Mi hija
está encantada.
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–¿Se puede saber
qué pasa aquí? ¡No
entiendo nada!
–Es normal. Estás
aturdido. Mi hija,
tu prometida, está
ansiosa por verte–
contestó.
–¿Prometida?
–Eso fue lo que
acordamos. Tú y
ella se casarán
para unificar los
dos reinos. Ella está
encantada. Te admira
muchísimo. Y cuando
sepa que la emoción
te ha hecho perder el
sentido va a quedar
encantadísima.
El rey se acercó a sus
asistentes.
–¿Se puede saber qué
pasa aquí? ¿Me has
tomado el pelo con la
nota?
–No señor, es que
apenas sé leer
–dijo el asistente–.
Me inventé lo que
no entendía. Pensé
que lo comprobaría
después.
–Bueno, está bien.
Ahora toca disimular–
dijo el rey.
El rey y la princesa se
casaron y unificaron
los dos reinos. Ese
mismo día el rey hizo
el firme propósito de
aprender a leer. No
podía arriesgarse a
perderlo todo por no
entender una simple
nota.
Y como suele pasar
en estos casos, todos
fueron felices para
siempre.