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La gratitud de la
fiera
Un pobre esclavo
de la antigua Roma,
en un descuido de
su amo, escapó al
bosque. Se llamaba
Androcles. Buscando
refugio seguro,
encontró una cueva.
A la débil luz que
llegaba del exterior, el
muchacho descubrió
un vanidoso león.
Se lamía la pata
derecha y rugía
de vez en cuando.
Androcles, sin sentir
temor, se dijo:
–Este pobre animal
debe estar herido.
Parece como si el
destino me hubiera
guiado hasta aquí
para que pueda
ayudarle. Vamos,
amigo, no temas,
vamos.
Así, hablándole con
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suavidad, Androcles
venció el recelo de
la fiera y tanteó
su herida hasta
encontrar una flecha
p r o f u n d a m e n t e
clavada. Se la
extrajo y luego le
lavó la herida con
agua fresca.
Durante varios días,
el león y el hombre
compartieron la
cueva. Hasta que
Androcles, creyendo
que ya no le
buscarían, se decidió
a salir. Varios
soldados romanos,
armados con sus
lanzas, cayeron
sobre él y le llevaron
prisionero al circo.
Pasados unos días,
fue sacado de su
pestilente prisión.
El recinto estaba
lleno a rebosar de
gente ansiosa de
contemplar la lucha.
Androcles se aprestó
a luchar con el
león que se dirigía
hacia él. De pronto,
con un espantoso
rugido, la fiera se
detuvo en seco y
comenzó a restregar
cariñosamente su
cabezota contra el
cuerpo del esclavo.
–¡Sublime! ¡Es
sublime! ¡César,
perdona al esclavo,
pues ha dominado a
la fiera!– gritaron los
espectadores.
El emperador ordenó
que el esclavo fuera
puesto en libertad. Lo
que todos ignoraron
fue que Androcles
no poseía ningún
poder especial y que
lo ocurrido no era
sino la demostración
de la gratitud del
animal.











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